La escasa luz de
una lámpara de queroseno iluminaba tenuemente la fatídica escena. El doctor François observaba desde la distancia,
al igual que las dos enfermeras que lo ayudaban a examinar al niño de seis años
que llego cuando comenzaba la
noche. Los tres sabían perfectamente cual
era la enfermedad del pequeño que se retorcía de dolor y llevaba el característico
olor a pescado fétido, tal como todos los demás enfermos de ese pabellón del
hospital. Trataban de inmovilizar al confundido niño para colocar
una aguja en su pequeño brazo, pero toda la atención estaba centrada en la última cama cerca a la única ventana
del pabellón de los enfermos de cólera.
Aunque la enfermedad no tenia las magnitudes de la pandemia que
azoto a Francia en 1832 si era un foco importante que se estaba recrudeciendo,
afectando no solo a los mas pobres, sino que también estaba alcanzado a la alta
sociedad de Marsella. A personas como Abigail, la joven esposa del doctor Gerard
Decout que llevaba una semana en brutal sufrimiento.
Gerard estaba
sentado junto a la cama de su esposa y tomaba suavemente su débil mano entre las suyas, ella giro la
cabeza hacia él y abrio levemente sus ojos. Queria abrazarlo para borrar el
dolor que su rostro reflejaba, pero sus brazos no respondían. Ni siquiera estaban
entumecidos o adoloridos. Sus brazos al igual que resto de su cuerpo comenzaban
a abandonarla. Trataba de hablarle pero su reseca boca le dificultaba mover la
legua o separar los partidos labios, el retiró solo una mano y la posó sobre la
frente de su amada y la deslizo hacia tras para acariciar su sedoso cabello.
- No intentes
hablar, debes descansar- Le susurro y
trataba de esbozar una sonrisa, pero la experiencia que le otorgaban sus cortos años como medico,
le permitian reconocer cuando la muerte se encuentraba rodando los pasillos y las
camas de sus pacientes. Su corazón estaba agrietado
y en cualquier momento se despedazaría.
Había luchado contra la enfermedad del cólera muchísimas veces, y la
mayoría de ocasiones lograba vencerla, pero en su más grande batalla había sido
derrotado y con plenitud de conciencia de que no saldría victorioso. Se recriminaba ser el causante de su
enfermedad, porque solo él pudo haber llevado hasta su casa la peste, y lo que
mas lo atormentaba fue el haber confundido los vómitos y calambres de su amada como
la promesa de aquel hijo que deseaban y buscaban a diario. Pero si su terca
mujer no le hubiera ocultado la diarrea, él podría haber detectado a tiempo
la pasión colérica como algunos la llamaban.
Los minutos
pasaban lentamente en el pabellón del hospital. Las enfermeras habían logrado
colocar la aguja en el brazo del niño y
lo consentían para que se tranquilizara y dejara de llorar. No lo hacían por permitirles
un sueño tranquilo a los demás pacientes, lo hacen para que el buen doctor
Decout pudiera despedirse de su agonizante esposa. Mientras tanto el doctor François
hablaba con el padre del niño al final de la cama. Le prometía que haría todo lo posible por
salvarlo, ya que sabia que el es el único hijo que le queda aun con vida. Estaba acongojado al ver su discípulo mas
aplicado sufrir tanto. Nunca había conocido a ningún hombre mas enamorado que aquel
que estaba al final del pasillo.
Por momentos
llegó a pensar que su brillantez como practicante era directamente proporcional
al amor que irradiaba por su Abigail. Presencio por meses como el joven doctor
se convertía en una promesa para la medicina; era como si en los brazos de su
amada se recargara de sabiduría. En las mañanas cuando empezaban los recorridos
por las camas de los enfermos o en las consultas de nuevos pacientes, el doctor François
podía saber si su discípulo había visto a su prometida la noche anterior. De una sola mirada y a lo máximo dos preguntas, el joven doctor podía diagnosticar
sin equivocarse y sin importar cuan rara o poco común fuera la enfermedad. La semana
previa a el matrimonio, el joven no podía ni dormir y se pasaba las horas en vela anotando, síntomas,
tratamientos y esquemas de todas las
enfermedades conocidas, convirtiéndolo en un compendio muy detallado y
apetecido para los nuevos estudiantes de medicina. Al regreso de la luna de
miel fue una locura total, ya que el doctor François llego a pensar que en ese
momento el joven medico lograría descubrir la cura para todos los males de la
humanidad. Tenía la magnitud del amor reflejada en sabiduría.
Luego de tratar al pequeño todos bien podrían haberse retirado
al cuarto de descanso, pero no lo harán por
estar cerca para cuando el fatídico momento
llegara. Deambulaban entre las camas de los
pacientes revisando los frascos de vidrio con la solución salina, desechando
las poncheras con los líquidos diarreicos que tenían cada uno debajo del
orificio que estaba en la cama para que pudieran hacer sus necesidades sin ensuciar
las sabanas. Eran tareas que normalmente se revisaban una o dos veces en la noche,
pero a las cuatro de la madrugada ya lo habían hecho por decima vez.
Mientras tanto
Gerard observaba sin observar a través de la ventana. Estaba perdido en sus
recuerdos, como el de cuando conoció a su esposa. La bella institutriz de la nieta
del gobernador de la ciudad. la pequeña niña logro asustar a todos cuando llevaba dos días de terrible dolor abdominal a causa de una indigestión por
comerse a escondidas todos los dulces que guardaba su abuela el día en el que Abigail
estaba en descanso. Gerard llego rápidamente a la casa del gobernador
dispuesto a emprender una nueva batalla contra el cólera, pero cuando vio a
aquella hermosa mujer pelirroja, de piel
blanca y ojos verdes como las esmeraldas su determinación se concentro en
conquistar el amor de aquella bella jove., Se dio cuenta que la pequeña
solo estaba indigesta porque nunca nadie al cuidado de tan bello ejemplar podía
ser devorado por tan vil enfermedad. Así que con solo preguntarle a la pequeña
cuantos dulces había comido demostró su pericia en los asuntos médicos y
conquisto a la joven institutriz por tan espectacular habilidad.
-Quiero que te
vayas- la tenue voz ronca de Abigail lo
trajo de regreso al triste momento. El giró hacia ella con el ceño fruncido sin entender
el por que de tan ridícula petición. Ella no necesitaba que el lo preguntara por
que sabia interpretar cada uno de sus gestos.
-Quiero que me
recuerdes como era- le explico en un esfuerzo tremendo para hablar.
-No te
preocupes, te veras peor cuando este vieja y tu rostro no pueda alojar una arruga mas, pero aun así te
adorare- le contesto de nuevo con una sonrisa fingida que obviamente ella
reconoció. una s para tratar de tranquilizarla prometiéndole una vida mas allá de ese
momento. Pero ella sabia que el reloj de arena de su vida estaba dejando caer los últimos
granos.
-Prométeme que serás
feliz- Pidió y logra apretar suavemente su mano.
-No puedo-
contesto él con la voz quebrada reteniendo sus lagrimas.
-Prométemelo- Insistió ella y él finalmente destruyó su
cordura con ríos de lágrimas que corrían por sus mejillas.
-No puedo…no
puedo por que no estarás conmigo- respondió entre sollozos y sintiendo como
pedazos de su corazón caían de su pecho como si fueran viejos ladrillos de una
casa que estaba a punto de colapsar. Ella retiro la mirada de su atormentado
hombre y la fijo en el techo. El la observo y ve como sus ojos vidriosos
vuelven a ser los bellos ojos brillantes de color esmeralda de los cuales se
enamoro. La pequeña ilusión de que el amor venciera a la muerte lograba alojarse en
su interior.
-¿Abigail, estas
bien?- Pregunto mientras limpiaba de su rostro los restos de su amargura.
-Solo recuerdo
el día de nuestra boda- Respondió con un poco mas de vida en su voz. Gerard recobro el animo e inmediatamente se levanto de la silla y se acomodo a su lado en la
cama. Sabia que debía darle más calor y su cuerpo serviría más que cualquier
manta.
-Esta bien, yo
me uniré a ti pero para recordar la luna de miel- Bromeaba, y aunque no veía el
rostro de su esposa porque tenia la cabeza sumergida en los risos de su cabello
podía sentir su sonrisa. Estando esperanzado baja la guardia, dejando que
el cansancio le pasara la cuenta y el sueño se adueñara de él.
Al ver la escena
una de las enfermeras corrió hacia ellos pero fue detenida por el doctor Francois
que la sujeto por un brazo.
-Déjalos- le pide y luego la suelta par seguir
observando desde la distancia.
-Pero doctor podría
infectarse él también si es que aun no se ha contagiado- Recrimino la enfermera. No quería perder al
mejor medico del hospital, aunque muy adentro sabia que en realidad lo que no
quería perder era el prospecto del viudo mas apuesto, decente, adinerado e
inteligente de Marsella.
- No importa,
igual él también ya esta muerto- contesto. Sabe que Abigail con su muerte también
se llevaría las ganas de vivir de Gerard.
Mientras tanto
al otro lado del mar en el nuevo continente y en una ciudad amurallada de
encantadores balcones y calles empedradas una de las dos mujeres mas hermosas
de la ciudad corría por sus calles con gran felicidad. El hermoso vestido rosa pálido con bordados en
negro contrastaba con su hermoso cabello azabache y ojos rasgados. Era una mujer
de una belleza exótica que deslumbra a todos los hombres que a diario la
apetecían, en especial su boca carnosa y roja. Iba de prisa con tacones y vestido
de fiesta que no le impedían correr con gracia ya que su espectacular figura no necesitaba
de la ayuda de un corsé o de un polisón para resaltar sus encantos. Aunque no
era bien visto que una mujer anduviera sola y menos que corriera como una chiquilla
a ella no le importaba. No estaba interesada en despertar mas sentimientos para
futuros esposos, mas bien deseaba ser aborrecida para librarse de todos los
pretendientes que acechaban a su madre desde que su padre murió, asegurándoles una
vida mas cómoda y librándolas del martirio que para una mujer suponía el tener
que llevar las riendas del negocio familiar.
Luciana no podía
esperar para llegar a su casa y contarle la noticia a su hermana Scarlet. Así que
decidió cortar camino atravesando el jardín de rosas blancas de doña Matilde
aunque eso implicara que su hermoso vestido podría terminar rasgado por las
espinas y ser fuertemente sermoneada por la vieja cabeza de nieve como la
llamaban. No la detestaba por ser gritona y chismosa, la aborrecía por ser la más
grande competencia para su hermana. Pero se arriesgo en pasar por el rosal para ahorrarse
la vuelta a la manzana para llegar.
-¡Scarlet!-
Grito faltando solo unos metros para llegar al portón de la casa. Atita que era
la joven empleada de la familia y también la confidente de las hermanas abrió la
puerta y dejo pasar a Luciana que entro como un rayo. Atita era una guajira Wayu
que nació justo en el momento en que se estremeció la tierra. Por eso obtuvo ese nombre ya que para los
guajiros Atitaa ,significa terremoto, pero también la causa del destierro de su
ella y de su madre de la tribu. Por temor a la niña que hizo temblar la tierra. Afortunadamente
para ella y Maya su madre, fueron recogidas por don Vicente, un generoso
comerciante español que se dirigía hacia Cartagena con su esposa Frederika, un
mujer alemana que comenzaba su embarazo de la hermosa Luciana.
Luciana corría
debajo de los arcos de piedra que rodeaban el patio central buscando a su
hermana. Llego hasta las escalas al
final del corredor y subió para buscarla en la habitación, pero no estaba. Entonces
bajo nuevamente y se dirigió hacia el patio posterior donde se encontraba el increíble
jardín de Scarlet.
-¡Lo logre, me
aceptaron!- grito cuando vio a su hermana que esta en cuclillas regando
cuidadosamente los claveles amarillos. Scarlet se levantó ágilmente para recibirla en un fuerte abrazo. Estaba
igualmente feliz. Por fin Luciana haría su sueño realidad.
-Ahora no serás
solo mi enfermera, serás la enfermera de toda la ciudad- le murmuro al oído con
una sonrisa, Luciana se aparto y la tomo de las manos.
-Sabes que
tendremos que hacer cambios, no me gusta dejarte mucho tiempo sola-
-No estaré sola-
bufo algo exasperada. - Mamá, Maya y Atita estarán conmigo- replico y volvió a
inclinarse para tomar la jarra y regar los claveles.
- Sabes que ellas
no te cuidan tanto como yo- replico Luciana tomando uno de los mechones rojizos de Scarlet,
arrancó un clavel y se lo colocó en su sedoso cabello. Ella se gira hacia arriba y con sus ojos
verdes como esmeraldas le devolvió una sonrisa picara.
-Mas bien debes
decir que no son tan obsesivas y sobreprotectoras como tu-
Luciana le saco
la lengua burlona y Scarlet la empujo haciéndola caer a su lado. Ambas reían tendiéndose en el verde y frondoso pasto que solo la menor de las hermanas
Lemaitre hacia crecer en aquella árida y calurosa ciudad. Se quedaron mirando
hacia el cielo y las nubes como lo hacían desde que eran niñas.
-En cinco años
aceptaran en la universidad de Marsella mujeres de otras partes del mundo para
estudiar enfermería- murmuro Luciana sin
dejar de observar al cielo. El doctor almenares director del hospital no solo le había dado el
empleo como enfermera pasando por alto
las negativas de las hermanas de la caridad quienes tenían desde hace décadas
la exclusividad del cuidado de los enfermos. También le prometió cartas de recomendación
para que pudiera ingresar a la escuela de enfermería en Francia.
- Pues en cinco
años estarás en Francia estudiando enfermería, no serás solo una empírica como aquí.
-No lo hare, ya
te dije que no quiero dejarte sola-
-Iras- murmuro Scarlet y girando su cabeza hacia su hermana -En cinco años yo ya no estaré aquí-
replico.
-¡No digas eso!-
Exclamo Luciana reprendiéndola.
-No te
preocupes, estaré con vida, pero ya no estaremos juntas-
-¿Que quieres
decir?- pregunto Luciana sentándose y mirando a su hermana menor que aun seguía tendida en el suelo.
-Le acepte a mi
madre internarme como monja de claustro- respondió resignada Scarlet tratando de
no mostrar el terror que para ella significaba la vida religiosa.
-¿Estas loca?- Grito Luciana. Sabia que su hermana se había
reusado fuertemente a esa opción desde que cumplió dieciséis años cuando su
madre lo planteo después de la muerte de su padre y no entendía como después de
cuatro años de negativas por fin cedía.
-Claro que no,
pero sabes que no tengo más opciones, es una forma segura de seguir con vida-
-Entonces vendrás
conmigo- dije Luciana acostándose nuevamente en el pasto. –Tal vez en Francia
podamos encontrarte una cura- agregó y tomó de la mano a su hermana.
-Me gustaría que encontraran una cura, pues realmente quiero algún día poder enamorarme-
Gerard comenzaba
a sentir un frío que se le calaba en los huesos. Estaba en una calle desierta en
medio de una niebla que envolvía la noche.
No lograba ver más allá de unos
pocos metros y no sabia que camino tomar, pero de repente la niebla se disolvió
y logro ver a Abigail que le sonría desde la distancia, ella levantaba su mano y
la agitaba suavemente en una despedida. Gerard trataba de correr hacia ella pero la
niebla lo envolvía de nuevo en un frio aun mayor. Abrió sus ojos sobresaltado por el sueño aterrador
pero su pánico realmente comienzo cuando se dio cuenta de que aquel frío provenía
de la helada mujer que se encontraba a su lado.
Se levanto y vio
a Abigail con la mirada perdida en el techo y una suave sonrisa dibujada en su
rostro. Sus ojos verdes ya no estaban como aquellas esmeraldas que el tanto admiraba y su piel estaba más blanca
de lo normal. Su amada esposa se había ido de su lado mientras él dormía.
-¡Abigail!- grito
sacudiéndola fuertemente tratando de despertarla, pero ella estaba sumergida
en un sueño del que nunca despertaría. Las dos enfermeras y el doctor François
corrieron hacia ellos al igual que padre del niño. Lo sujetaron fuertemente para que
soltara el cuerpo de su esposa. Gerard se tiro al suelo gritando como un hombre que
estaba siendo torturado por los inquisidores de la santa iglesia. Una de las
enfermeras tomo el relicario del pecho de Abigail y corto un pequeño mechón de
su cabello colocándolo adentro, junto a la foto de ambos. Luego se lo entrego al
destrozado hombre que estaba arrodillado en el piso. Después
envolvieron a la mujer en la sabana y dos hombres que aparecieron de la nada
levantaron su cuerpo de la cama. Gerard volvió a entrar en pánico y comenzó a
gritarles tratando de quitarles a su esposa.
-¿Que hacen? ¿A
donde se la llevan?- los hombres lo ignoraron y continúaron su camino mientras que
el doctor François y el padre del niño trataban de inmovilizarlo. El doctor lo tomo fuertemente e hizo que lo
mirara a los ojos.
-sabes que debe
ser enterrada inmediatamente-
Los protocolos
para los muertos de cólera exigían que fueran enterrados sin rituales mortuorios
para evitar propagar la infección, y el doctor François lo haría cumplir sin
importar quien fuera la victima. Un pequeño rayo de cordura alcanzo a Gerard que
asintió porque sabia que es lo que debía hacerse. Un destello de sol irrumpió por la
ventana notificando el nacimiento de un
nuevo día y eso golpeo de nuevo a Gerard al comprender que ese seria el primer día de
una existencia sin en amor de su vida. Salió disparado del hospital corriendo por
las calles de Marsella en dirección a Vieux Port para subir al primer barco que
salía del puerto creyendo que con sus pasos lograría dejar atrás el dolor y la
impotencia de no haber podido salvar al amor de su vida. No podía continuar allí, cada
rincón de Francia tenia un recuerdo de la bella Abigail. No podía respirar el
aire que ella ya no inhalaría. No podía recorrer las avenidas por las que ella
desfiló. Era demasiado para su corazón saber que aquella ciudad la guardaría bajo
sus pies y nunca se la devolvería.
No sabia para
donde iba, lo único que le importaba era perderse en un mar de olvido.
NOTA DEL AUTOR
Gracias por leer esta historia a la cual le entregare mi corazon como a un primer hijo. Igualmente agradezco sus comentarios ya que son el combustible que me empuja a continuar con esta creacion.
L.Farley